(2007)
Una llovizna dulce cae sobre Beijing. Es casi poética, al borde de la tragedia.
Los automóviles no parecen detener nunca su marcha. Con sus trompas magníficas, los colectivos asoman asesinamente a las esquinas. Rostros extraños desempañan los vidrios, dibujando sus nombres, observando las veredas y los cafés detenidos. Las publicidades incitan el deseo comercial de los peatones, arden en la mente de los compradores compulsivos. Los árboles raquíticos adornan veredas de corbatas y de portafolios. Los aventureros pedalean sus bicicletas cubiertas de gotitas de lluvia inamovibles; otros, se pasean escondiéndose bajo sus paraguas.
Mientras tanto aquí, detrás de un ventanal, el azúcar negra se hunde lentamente en la espuma de un capuchino humeante que encuentra siempre la manera de capturar un paladar amargo, unos labios fríos que sientan el placer de la bebida caliente que atraviesa la garganta.
Así se pasa la vida algunos días de lluvia, tal vez una galería de arte o un aburrido paseo de compras, con su tedio y sus vendedores dispuestos a todo. Preferible un café y un libro, o el cine con sus asientos oscuros, o el amor, claro, ese botón que cede, dos, tres, todos los botones cediendo a dedos cálidos que acarician la cintura, deslizando la remera que suavemente cae a un lado de los cuerpos que se mueven al ritmo de los besos y de las manos, manos que desabrochan cinturones, aventurándose a lo salvaje. Salvajes los amantes caen a una cama que presencia su danza, su respirarse mutuamente, inhalando cada uno la exhalación del otro, el otro que sucumbe, y se aleonan, ambos, aleonados penetrándose profundamente, almas que vuelan en el paraíso del otro, los amantes que lo saben y lo sienten y les gusta porque lo sienten y lo saben, dispuestos a todo este día de lluvia que cae dulcemente sobre las calles de Beijing.
Una llovizna dulce cae sobre Beijing. Es casi poética, al borde de la tragedia.
Los automóviles no parecen detener nunca su marcha. Con sus trompas magníficas, los colectivos asoman asesinamente a las esquinas. Rostros extraños desempañan los vidrios, dibujando sus nombres, observando las veredas y los cafés detenidos. Las publicidades incitan el deseo comercial de los peatones, arden en la mente de los compradores compulsivos. Los árboles raquíticos adornan veredas de corbatas y de portafolios. Los aventureros pedalean sus bicicletas cubiertas de gotitas de lluvia inamovibles; otros, se pasean escondiéndose bajo sus paraguas.
Mientras tanto aquí, detrás de un ventanal, el azúcar negra se hunde lentamente en la espuma de un capuchino humeante que encuentra siempre la manera de capturar un paladar amargo, unos labios fríos que sientan el placer de la bebida caliente que atraviesa la garganta.
Así se pasa la vida algunos días de lluvia, tal vez una galería de arte o un aburrido paseo de compras, con su tedio y sus vendedores dispuestos a todo. Preferible un café y un libro, o el cine con sus asientos oscuros, o el amor, claro, ese botón que cede, dos, tres, todos los botones cediendo a dedos cálidos que acarician la cintura, deslizando la remera que suavemente cae a un lado de los cuerpos que se mueven al ritmo de los besos y de las manos, manos que desabrochan cinturones, aventurándose a lo salvaje. Salvajes los amantes caen a una cama que presencia su danza, su respirarse mutuamente, inhalando cada uno la exhalación del otro, el otro que sucumbe, y se aleonan, ambos, aleonados penetrándose profundamente, almas que vuelan en el paraíso del otro, los amantes que lo saben y lo sienten y les gusta porque lo sienten y lo saben, dispuestos a todo este día de lluvia que cae dulcemente sobre las calles de Beijing.
Dale para delante, soy muy buenos tus textos. Lo tuyo es la prosa poetica, lo haces bien,
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