(2005)
Estimado Fabio:
Sé que andarás conmocionado por la noticia, pero las cosas casi nunca son lo que aparentan. Yo creo que todos tenemos un destino: vos, yo, nuestra gente. Ese destino nos pertenece, nos protege, nos rechaza. Nos pertenece cuando tomamos las riendas de nuestra vida, nos protege cuando tropezamos, nos rechaza cuando deliramos. Todo esto… ya te lo había contado. Me sabía de memoria las respuestas de mis propias preguntas. Pensé erróneamente que el incidente no era más que un pedazo de mi pasado, una etapa enterrada por los años. Claro que lo que había olvidado eran las sorpresas que plantea el destino.
No sé si sabés de pactos. Lo que yo creo es que para que un pacto se mantenga tiene que haber una congruencia entre las partes. Que las dos partes mantienen el pacto y que, si una lo viola, el pacto se quiebra. Pero el Gordo nunca lo entendió.
La sorpresa no se hizo esperar. Cuando se expandió la noticia, no me sorprendió en absoluto. No me sorprendió porque ya lo había visto algunos días atrás escondido bajo una capucha negra de sacerdote. O al menos me había parecido verlo. Siempre me pasa. Pero eso ahora no importa. No importa. No me sorprendió, eso es todo. Lo que importa es por qué estoy contándote todo esto. Los secretos se guardan con la intención secreta de expresarlos alguna vez. Todo este tiempo transcurrido entre el rapto y el ahora no ha sido más que el justificante de mi aislamiento. Tener que mirarte a los ojos se había convertido en un salto continuo hacia el pasado. Mi cabeza ya no funcionaba bien, sentía como si una serpiente que crecía con los días se enroscaba en mi cerebro sin dejarme espacio para pensar en otras cosas, sin dejarme aire para respirar un poco de cordura. Y es ahora o nunca que el secreto tiene que ser develado.
Cuando sucedió lo de tu hijo, recuerdo que viniste y me dijiste que sentías que una parte de tu vida claudicaba, y que no querías que eso sucediera. Entonces me pediste que te ayudara a buscar al pequeño Fabio. Y lo hice: fue una gran actuación de mi parte. Y eso es también doloroso: saber que te ayudaba a buscar algo que yo mismo había robado, porque al pequeño no lo habían raptado los indios durante el malón, Fabio. No. No, fuimos nosotros: Hebe y yo. Sé que no lo comprenderás. Nunca nadie lo hace. Ni lo hará. Hay que estar completamente loco para hacerlo. Pero tienes que saber que teníamos razones. Ilógicas, claro, pero razones al fin. Hebe y yo estábamos muy mal en aquella época. Económica y personalmente mal. Y percibimos que ese acto sería el impulso que necesitábamos para salir de esa situación. Sé que no lo harás, que no habrá denuncias ni rencores. Me quedo más tranquilo diciéndote que no lo logramos, que a pesar de haber raptado a nuestro propio sobrino no logramos lo que pretendíamos. El Gordo había quebrado el pacto escapando con el dinero conseguido por la venta del pequeño. Habíamos llegado demasiado tarde. Y lejos. Toda esa disputa que se había dado entre los indios y los patricios nos ayudó para encubrirnos de cualquier acusación que pudiera haberse hecho en contra nuestra.
Creo que esa es la razón por la cual, después de tantos años, seguimos igual. Sigo igual, quiero decir. Porque la locura enceguece, y a las mujeres no les agrada un matrimonio ciego. Por eso la perdí a Hebe. Me arrepiento, sin lugar a dudas me arrepiento. Toda esa locura no hizo nada por mí.
Cuando vi al sacerdote salir de tu casa, no lo dudé. Le ordené que se detenga. Él me reconoció, y echó a correr. Yo lo alcancé y el trastabilló y cayó en la tierra. Sosteniendo con mis piernas su cuerpo y sus manos con mis manos le exigí que se vaya. Y que nunca más regrese. Él no decía nada. Tal vez no me comprendía. Entonces reaccioné: su mano derecha tenía rasgos de sangre, y apretaba un cuchillo cuyo filo rojo resplandecía. El sacerdote me golpeó en la espalda con una patada, apartándome de su cuerpo; me propinó otra patada, esta vez en la cabeza. Yo me desplomé en la tierra, viendo a través de mis ojos obnubilados por el golpe la huída del sacerdote. Después de unos minutos me incorporé y corrí acongojado hacia tu casa y la encontré a Margarita desangrándose en la cocina.
No tengo excusas. Busco el perdón hace tiempo. Escépticamente. Y sé que no habrá perdón de tu parte. Este secreto develado, mi ausencia al funeral de Margarita, mi lento, voluntario repliegue. Lo sé muy bien. Y lo siento. Verdaderamente lo siento. ¿Cómo encontrar el perdón después de todos estos años? Quién sabe. Lo estoy buscando hace tanto tiempo. Escépticamente.
Un abrazo, tu vecino, Timoteo
Estimado Fabio:
Sé que andarás conmocionado por la noticia, pero las cosas casi nunca son lo que aparentan. Yo creo que todos tenemos un destino: vos, yo, nuestra gente. Ese destino nos pertenece, nos protege, nos rechaza. Nos pertenece cuando tomamos las riendas de nuestra vida, nos protege cuando tropezamos, nos rechaza cuando deliramos. Todo esto… ya te lo había contado. Me sabía de memoria las respuestas de mis propias preguntas. Pensé erróneamente que el incidente no era más que un pedazo de mi pasado, una etapa enterrada por los años. Claro que lo que había olvidado eran las sorpresas que plantea el destino.
No sé si sabés de pactos. Lo que yo creo es que para que un pacto se mantenga tiene que haber una congruencia entre las partes. Que las dos partes mantienen el pacto y que, si una lo viola, el pacto se quiebra. Pero el Gordo nunca lo entendió.
La sorpresa no se hizo esperar. Cuando se expandió la noticia, no me sorprendió en absoluto. No me sorprendió porque ya lo había visto algunos días atrás escondido bajo una capucha negra de sacerdote. O al menos me había parecido verlo. Siempre me pasa. Pero eso ahora no importa. No importa. No me sorprendió, eso es todo. Lo que importa es por qué estoy contándote todo esto. Los secretos se guardan con la intención secreta de expresarlos alguna vez. Todo este tiempo transcurrido entre el rapto y el ahora no ha sido más que el justificante de mi aislamiento. Tener que mirarte a los ojos se había convertido en un salto continuo hacia el pasado. Mi cabeza ya no funcionaba bien, sentía como si una serpiente que crecía con los días se enroscaba en mi cerebro sin dejarme espacio para pensar en otras cosas, sin dejarme aire para respirar un poco de cordura. Y es ahora o nunca que el secreto tiene que ser develado.
Cuando sucedió lo de tu hijo, recuerdo que viniste y me dijiste que sentías que una parte de tu vida claudicaba, y que no querías que eso sucediera. Entonces me pediste que te ayudara a buscar al pequeño Fabio. Y lo hice: fue una gran actuación de mi parte. Y eso es también doloroso: saber que te ayudaba a buscar algo que yo mismo había robado, porque al pequeño no lo habían raptado los indios durante el malón, Fabio. No. No, fuimos nosotros: Hebe y yo. Sé que no lo comprenderás. Nunca nadie lo hace. Ni lo hará. Hay que estar completamente loco para hacerlo. Pero tienes que saber que teníamos razones. Ilógicas, claro, pero razones al fin. Hebe y yo estábamos muy mal en aquella época. Económica y personalmente mal. Y percibimos que ese acto sería el impulso que necesitábamos para salir de esa situación. Sé que no lo harás, que no habrá denuncias ni rencores. Me quedo más tranquilo diciéndote que no lo logramos, que a pesar de haber raptado a nuestro propio sobrino no logramos lo que pretendíamos. El Gordo había quebrado el pacto escapando con el dinero conseguido por la venta del pequeño. Habíamos llegado demasiado tarde. Y lejos. Toda esa disputa que se había dado entre los indios y los patricios nos ayudó para encubrirnos de cualquier acusación que pudiera haberse hecho en contra nuestra.
Creo que esa es la razón por la cual, después de tantos años, seguimos igual. Sigo igual, quiero decir. Porque la locura enceguece, y a las mujeres no les agrada un matrimonio ciego. Por eso la perdí a Hebe. Me arrepiento, sin lugar a dudas me arrepiento. Toda esa locura no hizo nada por mí.
Cuando vi al sacerdote salir de tu casa, no lo dudé. Le ordené que se detenga. Él me reconoció, y echó a correr. Yo lo alcancé y el trastabilló y cayó en la tierra. Sosteniendo con mis piernas su cuerpo y sus manos con mis manos le exigí que se vaya. Y que nunca más regrese. Él no decía nada. Tal vez no me comprendía. Entonces reaccioné: su mano derecha tenía rasgos de sangre, y apretaba un cuchillo cuyo filo rojo resplandecía. El sacerdote me golpeó en la espalda con una patada, apartándome de su cuerpo; me propinó otra patada, esta vez en la cabeza. Yo me desplomé en la tierra, viendo a través de mis ojos obnubilados por el golpe la huída del sacerdote. Después de unos minutos me incorporé y corrí acongojado hacia tu casa y la encontré a Margarita desangrándose en la cocina.
No tengo excusas. Busco el perdón hace tiempo. Escépticamente. Y sé que no habrá perdón de tu parte. Este secreto develado, mi ausencia al funeral de Margarita, mi lento, voluntario repliegue. Lo sé muy bien. Y lo siento. Verdaderamente lo siento. ¿Cómo encontrar el perdón después de todos estos años? Quién sabe. Lo estoy buscando hace tanto tiempo. Escépticamente.
Un abrazo, tu vecino, Timoteo
No sé si alguna vez te lo dije, tenes un prosa exelente y un ritmo de puntación dinamico y envolvente. Me gusto leer este texto.
ReplyDelete