(2009)
A Cimbalina
Ahí estaban los amantes tendidos bajo un cielo de mármol, lejos del mundo y sin embargo tan cerca, amándose en secreto, acariciando cada centímetro corporal de sus cuerpos embarrados, amándose dentro de un océano de tierra, entre murmullos silentes, generando con cada caricia un calor que desafiaba al frío que azotaba las calles.
Era el mediodía y llovía, pero eso no importaba. Era el ahí y el ahora, y quien escribe buscaba a los amantes incansablemente, buscándolos entre calles grises, bajo un cielo gris, entre tanta gente descolorida, buscando su espacio ínfimo sin poder encontrarlo, su espacio mínimo entre tanto mármol, entre tanto cemento, entre tanta cruz apretujada.
Podría haber sido más difícil todavía: tener que atravesar un baldío de ratas o un valle de leones, una horizonte de cóndores o un río de cocodrilos, pero fue más fácil, fácil porque era buscar algo que sabía a fantasía y olía a tabaco, y esa alegría incomprensible de encontrar finalmente su espacio: el nombre de ella junto a su nombre: sus nombres tallados, cubiertos por las hojas que el otoño desprendía de los árboles y papeles escritos o cartas que la gente había dejado allí como símbolo de agradecimiento, entre cigarrillos apagados y piedras que significaban que finalmente había completado el juego, que cualquier persona alcanza el cielo pero con cuánta belleza y cuán romántico es alcanzarlo si se juega, si se vive como se viven los juegos, saltando cuadrados y números dibujados con tiza o tal vez con sangre, la sangre de días que nos rebotan en la cabeza y nos abren los ojos a fuerza de golpes desconsiderados contra paredones revestidos de vidrio, o la sed de esos desiertos solitarios que atravesamos a cada momento sin casi darnos cuenta.
Eran los amantes que se amaban eternamente, que quizás debajo de ese cielo de mármol se besaban a ojos cerrados y se conmovían con poesías que sólo leían en sueños o recordaban en instantes que se apagaban en la pesadumbre de la tierra mojada, con palabras escritas en el viento y enormes zoológicos de cuentos.
Cómo explicar (cómo explicarme, cómo explicarle a ese dios que me juzga sin tregua) que no he podido decirle nada, que ése su cielo de mármol me había conmovido como si él mismo (el amante) lo hubiese atravesado, atravesando asimismo los límites de la física y el tiempo.
Cómo explicar que ése su cielo de mármol no era mi cielo y que sin embargo también lo era, acaso ser mortal es estar ya muerto, amando otras mujeres, besando otras bocas o la misma bajo cielos de mármol o de témpera o de tiza, escribiendo poesías bajo los azotes del viento o pintando cuadros que dialogan con nosotros en la vida y en la muerte.
Cómo explicar que al encontrarlo he perdido las palabras mientras desde mis entrañas nacía algo que se traducía en un par de ojos que parpadeaban a un ritmo más acelerado que de costumbre, mientras un líquido salado cubría cada ojo sin soltar gota alguna hacia mis mejillas frías.
Fue entonces que mi boca comenzó a moverse, que mi boca empezó a gesticular, y de pronto ahí estaba yo, como un Dios altivo, parado sobre su cielo de tierra, frente a su cielo de mármol recitando sus propios poemas (sus meopas), poemas que el tiempo me había ayudado a memorizar, recitándolos con los ojos cerrados y los dedos de las manos cruzados en mi espalda, imaginando que ellos (los amantes) serían felices al escuchar una voz que de otro mundo les recitaba lo que ellos habían contado cuando en este mundo habían habitado, felices escuchando una voz que les rendía un homenaje en minutos que durarían para toda la eternidad, mientras el mundo se movía afuera del cementerio de Montparnasse como se mueve el mundo fuera de los cementerios.
A Cimbalina
Ahí estaban los amantes tendidos bajo un cielo de mármol, lejos del mundo y sin embargo tan cerca, amándose en secreto, acariciando cada centímetro corporal de sus cuerpos embarrados, amándose dentro de un océano de tierra, entre murmullos silentes, generando con cada caricia un calor que desafiaba al frío que azotaba las calles.
Era el mediodía y llovía, pero eso no importaba. Era el ahí y el ahora, y quien escribe buscaba a los amantes incansablemente, buscándolos entre calles grises, bajo un cielo gris, entre tanta gente descolorida, buscando su espacio ínfimo sin poder encontrarlo, su espacio mínimo entre tanto mármol, entre tanto cemento, entre tanta cruz apretujada.
Podría haber sido más difícil todavía: tener que atravesar un baldío de ratas o un valle de leones, una horizonte de cóndores o un río de cocodrilos, pero fue más fácil, fácil porque era buscar algo que sabía a fantasía y olía a tabaco, y esa alegría incomprensible de encontrar finalmente su espacio: el nombre de ella junto a su nombre: sus nombres tallados, cubiertos por las hojas que el otoño desprendía de los árboles y papeles escritos o cartas que la gente había dejado allí como símbolo de agradecimiento, entre cigarrillos apagados y piedras que significaban que finalmente había completado el juego, que cualquier persona alcanza el cielo pero con cuánta belleza y cuán romántico es alcanzarlo si se juega, si se vive como se viven los juegos, saltando cuadrados y números dibujados con tiza o tal vez con sangre, la sangre de días que nos rebotan en la cabeza y nos abren los ojos a fuerza de golpes desconsiderados contra paredones revestidos de vidrio, o la sed de esos desiertos solitarios que atravesamos a cada momento sin casi darnos cuenta.
Eran los amantes que se amaban eternamente, que quizás debajo de ese cielo de mármol se besaban a ojos cerrados y se conmovían con poesías que sólo leían en sueños o recordaban en instantes que se apagaban en la pesadumbre de la tierra mojada, con palabras escritas en el viento y enormes zoológicos de cuentos.
Cómo explicar (cómo explicarme, cómo explicarle a ese dios que me juzga sin tregua) que no he podido decirle nada, que ése su cielo de mármol me había conmovido como si él mismo (el amante) lo hubiese atravesado, atravesando asimismo los límites de la física y el tiempo.
Cómo explicar que ése su cielo de mármol no era mi cielo y que sin embargo también lo era, acaso ser mortal es estar ya muerto, amando otras mujeres, besando otras bocas o la misma bajo cielos de mármol o de témpera o de tiza, escribiendo poesías bajo los azotes del viento o pintando cuadros que dialogan con nosotros en la vida y en la muerte.
Cómo explicar que al encontrarlo he perdido las palabras mientras desde mis entrañas nacía algo que se traducía en un par de ojos que parpadeaban a un ritmo más acelerado que de costumbre, mientras un líquido salado cubría cada ojo sin soltar gota alguna hacia mis mejillas frías.
Fue entonces que mi boca comenzó a moverse, que mi boca empezó a gesticular, y de pronto ahí estaba yo, como un Dios altivo, parado sobre su cielo de tierra, frente a su cielo de mármol recitando sus propios poemas (sus meopas), poemas que el tiempo me había ayudado a memorizar, recitándolos con los ojos cerrados y los dedos de las manos cruzados en mi espalda, imaginando que ellos (los amantes) serían felices al escuchar una voz que de otro mundo les recitaba lo que ellos habían contado cuando en este mundo habían habitado, felices escuchando una voz que les rendía un homenaje en minutos que durarían para toda la eternidad, mientras el mundo se movía afuera del cementerio de Montparnasse como se mueve el mundo fuera de los cementerios.
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