(2012)
In memorian Alfredo H. Vanini
Hace muchos años, mi abuelo me recomendó que viera la película El Ciudadano Kane. Fue una tarde destemplada en el balcón de su departamento de Devoto.
Esa tarde, como tantas otras, yo lo visité más por insistencia de mis padres que por voluntad propia. En esa época yo estaba en otra, como se dice. Todavía no lo sabía, pero esa visita sería la última antes de su partida final.
En su casa, que para mí siempre olía a farmacia y sabía a Seven Up, uno tomaba té. Al menos yo. Y con leche, porque según mi abuelo “el té sólo no hace nada, nene, vos tenés que alimentarte, que estás muy flaco” y llamaba a su criada para que le ponga una gotita de leche al té que yo terminaba tomando sin ganas para darle el gusto a él.
Esa tarde no fue la excepción: té con leche en el balcón. Un balcón amplio con algunas macetas a las que nadie prestaba atención y que la intemperie se encargó de estropear. Él vestía su usual pantalón de lino, un pullover y su gastado gorro marrón. No sé cómo salió el tema, supongo que como salen todos los temas. Quizás yo le comentaba la última película que había visto, que a él no le llamaba la más mínima atención (porque parecía estar siempre pensando en otra cosa), cuando de pronto me dijo, con esa voz quebrada por los años “vos tenés que ver El ciudadano Kane, nene. Ésa es una película”. No recuerdo lo que hablamos después. Sólo recuerdo ese fragmento de la conversación.
Lo que sí recuerdo (y aquí hago un inciso) es el día en que me lo encontré en la Plaza de Devoto (frente a su casa) hablando con una mujer de su edad. Recuerdo que en realidad no hablaban como hablan dos ancianos cuando uno los ve en las plazas, sentados mirando en la distancia, moviéndose con lentitud, hablando con ternura. Sino que recuerdo ver a mi abuelo un poco inclinado hacia ella, con una sonrisa de galán que se le veía a leguas y su gastado gorro marrón en una mano. Recuerdo que pensé “le está tirando los galgos”. Y yo, inocentón, fui a interrumpirlo. Él me miró de soslayo y me reconoció, sonrió con la tristeza de quien siente que está por perder algo, me permitió darle un abrazo. No pude decir palabra. La mujer aprovechó para irse, pero el abuelo, rápido como pocos, no la iba a soltar tan rápido. Me dio a entender que ese no era el momento indicado para una relación abuelo-nieto, me dio 20 pesos (que en ese entonces era un dineral para mí) y se fue a perseguir a la señora. Y yo, saboreando mi suerte, volvía a casa como un hombre hecho.
Y luego, una noche, una bandada de pájaros se lo llevaba al más allá. Esa misma noche, yo quise verlo. Quise saber de qué estaba hecha la muerte. Y descubrí lo que todos descubrimos con el tiempo: que la muerte está hecha de vida, de las vidas que nos acompañan, que nos influyen, que nos aman, que nos lastiman, que nos inspiran. Esa noche, el abuelo me enseñó a llorar de rodillas al pie de su cama, a comprender que el cuerpo está hecho de alma y que, cuando el alma parte, el cuerpo expira y sólo quedan recuerdos y nostalgias.
Son esas cosas que nos quedan, pequeños fragmentos que otras vidas nos obsequian. Como el aroma de la primera mujer, como la soledad de las playas en invierno, como flores marchitas en un florero, como las cuerdas de una guitarra que ya nadie toca. Fueron varias las cosas que me quedaron de él, pero una más latente que las demás, quizás porque no había sido completada todavía: ver El Ciudadano Kane. Muchas veces tuve la intención de alquilarla, pero siempre surgía otra película que la relegaba a un lugar secundario. Quizás el destino quería que así fuera. De modo que ayer decidí honrarlo y alquilé El Ciudadano Kane. Con mi compañera, no pudimos más que aplaudir la elección de la película. Hacía mucho que no veíamos un film tan convincente. Pero el film en sí mismo fue algo secundario, porque lo primero que se me ocurrió pensar es que tal vez mi abuelo fue o quiso ser ese ciudadano que buscó y perdió y buscó y perdió otra vez. Que tal vez nadie nunca supo que también él vivió otros amores que guardó para sí, que también él se reservaba, a su manera, el secreto de su añorado Rosebud.
Ahora sé que sólo me quedan estas palabras, que quizás saben a poco, embarradas por la nostalgia y el recuerdo, pero es con estas palabras que decido saludarte, abuelo, y agradecerte la película, el recuerdo feliz de los veinte pesos, mi predilección por la Seven Up, tu gorro desgastado, el té con leche que tomo cada mañana antes de ir a trabajar y tantas otras cosas que regresan a mi memoria cada día.
In memorian Alfredo H. Vanini
Hace muchos años, mi abuelo me recomendó que viera la película El Ciudadano Kane. Fue una tarde destemplada en el balcón de su departamento de Devoto.
Esa tarde, como tantas otras, yo lo visité más por insistencia de mis padres que por voluntad propia. En esa época yo estaba en otra, como se dice. Todavía no lo sabía, pero esa visita sería la última antes de su partida final.
En su casa, que para mí siempre olía a farmacia y sabía a Seven Up, uno tomaba té. Al menos yo. Y con leche, porque según mi abuelo “el té sólo no hace nada, nene, vos tenés que alimentarte, que estás muy flaco” y llamaba a su criada para que le ponga una gotita de leche al té que yo terminaba tomando sin ganas para darle el gusto a él.
Esa tarde no fue la excepción: té con leche en el balcón. Un balcón amplio con algunas macetas a las que nadie prestaba atención y que la intemperie se encargó de estropear. Él vestía su usual pantalón de lino, un pullover y su gastado gorro marrón. No sé cómo salió el tema, supongo que como salen todos los temas. Quizás yo le comentaba la última película que había visto, que a él no le llamaba la más mínima atención (porque parecía estar siempre pensando en otra cosa), cuando de pronto me dijo, con esa voz quebrada por los años “vos tenés que ver El ciudadano Kane, nene. Ésa es una película”. No recuerdo lo que hablamos después. Sólo recuerdo ese fragmento de la conversación.
Lo que sí recuerdo (y aquí hago un inciso) es el día en que me lo encontré en la Plaza de Devoto (frente a su casa) hablando con una mujer de su edad. Recuerdo que en realidad no hablaban como hablan dos ancianos cuando uno los ve en las plazas, sentados mirando en la distancia, moviéndose con lentitud, hablando con ternura. Sino que recuerdo ver a mi abuelo un poco inclinado hacia ella, con una sonrisa de galán que se le veía a leguas y su gastado gorro marrón en una mano. Recuerdo que pensé “le está tirando los galgos”. Y yo, inocentón, fui a interrumpirlo. Él me miró de soslayo y me reconoció, sonrió con la tristeza de quien siente que está por perder algo, me permitió darle un abrazo. No pude decir palabra. La mujer aprovechó para irse, pero el abuelo, rápido como pocos, no la iba a soltar tan rápido. Me dio a entender que ese no era el momento indicado para una relación abuelo-nieto, me dio 20 pesos (que en ese entonces era un dineral para mí) y se fue a perseguir a la señora. Y yo, saboreando mi suerte, volvía a casa como un hombre hecho.
Y luego, una noche, una bandada de pájaros se lo llevaba al más allá. Esa misma noche, yo quise verlo. Quise saber de qué estaba hecha la muerte. Y descubrí lo que todos descubrimos con el tiempo: que la muerte está hecha de vida, de las vidas que nos acompañan, que nos influyen, que nos aman, que nos lastiman, que nos inspiran. Esa noche, el abuelo me enseñó a llorar de rodillas al pie de su cama, a comprender que el cuerpo está hecho de alma y que, cuando el alma parte, el cuerpo expira y sólo quedan recuerdos y nostalgias.
Son esas cosas que nos quedan, pequeños fragmentos que otras vidas nos obsequian. Como el aroma de la primera mujer, como la soledad de las playas en invierno, como flores marchitas en un florero, como las cuerdas de una guitarra que ya nadie toca. Fueron varias las cosas que me quedaron de él, pero una más latente que las demás, quizás porque no había sido completada todavía: ver El Ciudadano Kane. Muchas veces tuve la intención de alquilarla, pero siempre surgía otra película que la relegaba a un lugar secundario. Quizás el destino quería que así fuera. De modo que ayer decidí honrarlo y alquilé El Ciudadano Kane. Con mi compañera, no pudimos más que aplaudir la elección de la película. Hacía mucho que no veíamos un film tan convincente. Pero el film en sí mismo fue algo secundario, porque lo primero que se me ocurrió pensar es que tal vez mi abuelo fue o quiso ser ese ciudadano que buscó y perdió y buscó y perdió otra vez. Que tal vez nadie nunca supo que también él vivió otros amores que guardó para sí, que también él se reservaba, a su manera, el secreto de su añorado Rosebud.
Ahora sé que sólo me quedan estas palabras, que quizás saben a poco, embarradas por la nostalgia y el recuerdo, pero es con estas palabras que decido saludarte, abuelo, y agradecerte la película, el recuerdo feliz de los veinte pesos, mi predilección por la Seven Up, tu gorro desgastado, el té con leche que tomo cada mañana antes de ir a trabajar y tantas otras cosas que regresan a mi memoria cada día.
Estas palabras me tocan el alma, algo tan complejo como la simpleza de las cosas. Ahora tengo ganas de ver Cantando bajo la lluvia, esa es la película preferida de mi abuela. Quien supo ver, leer, tejer y abusar de su mirada sabiendo que con el correr de los años la oscuridad sería inminente a causa de una enfermedad.
ReplyDeleteAndá a alquilarla y recordá lo bueno de tu abuela. Es lo mejor. Abrazo grande.
ReplyDeleteQUÉ MARAVILLA, LO QUE PUEDEN LAS PALABRAS ESCRITAS CON EL CORAZON....UN REBOTE EN EL ALMA DE CIMBALINA.
ReplyDeleteFREDY
Absolutamente Fredy, las palabras están ya en uno, y al leerlas en otro todo es tan claro y tangible que me brotan lágrimas del alma.
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