(2009)
El día había pasado sin sobresaltos. Ya era de noche y yo viajaba en una de las líneas del Metro de París. Acomodado en uno de los asientos, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, imaginaba que viajaba en un coche atravesando hileras de árboles.
El tren se detuvo en la estación Lamarc-Coulaincourt, una oleada de gente ocupó los asientos. Alguien se sentó a mi lado. Abrí los ojos. No sé qué es lo que sentí al verlo en ese momento, pero supuse que era un espejismo y cerré los ojos. No habían pasado ni cinco segundos cuando la voz de esa presencia que se había sentado a mi lado me susurraba al oído “la vie c’est une marelle, une marelle” y luego se apagaba, dejando lugar al sonido de los vagones del Metro y el murmullo de los pasajeros.
Creí reconocer la voz, que se correspondía con su apariencia, pero las leyes de la física me impedían creerla. Me sentí repentinamente abrumado. Decidí mantener los ojos cerrados. Mi decisión implicaba imaginar todo lo que sentía, imaginarlo al punto de convertirlo en imágenes que alimentasen esas sensaciones que me abrumaban.
Así y todo, la curiosidad ganó terreno. Cuando abrí los ojos y vi nuevamente su rostro, todas esas elucubraciones que mi imaginación había inventado se diluyeron en las formas de esa presencia física sentada a mi lado. Ya no los cerré.
El hecho de haber visto su rostro fue impactante, indescriptible. Fue como si hubiese movido, en un acto de voluntad, los bloques del tiempo, como si —aún más increíblemente— otra dimensión se hubiese acoplado en la realidad, como en un holograma. Estaba envuelto en una lámina de silencio: no escuchaba el sonido de los vagones ni de la gente que entraba y salía de ellos en cada estación.
Él me miraba impasible, con esos dos ojos enormes que pestañeaban infantilmente, y su boca pronunciaba una vez más “la vie c'est une marelle, une marelle” y concluía con un suave “oui, mon ami: une marelle”.
Desorientado, eché una rápida mirada al vagón: la normalidad que encontré me calmó, excepto por la presencia de una mujer. Tendría unos treinta años. El cabello le caía sobre el cuello plegado de un sobretodo negro. De pie, apoyada en un hombro sobre el marco de la puerta y las manos en los bolsillos del sobretodo, la señorita me miraba con una sonrisa perspicaz.
Nos miramos unos instantes. Luego ella hizo algo que no entró en mi campo de razonamiento: sin voz, sólo moviendo los labios, dijo “la vida es una rayuela, una rayuela”. Todavía desconozco cómo hice para entender lo que me estaba diciendo con sólo mover los labios, pero juro que lo entendí. Lo más increíble fue que, mientras me decía eso, con su dedo índice y una sonrisa enorme dibujaba en el aire las líneas de una rayuela. Aparté los ojos, sin control sobre mis pensamientos: una anciana sostenía un paraguas, un hombre leía el periódico, un niño dormía en el regazo de su madre.
Desde los altoparlantes una voz anunció la próxima estación. Volví la mirada a mi acompañante. Asintió, como si estuviese dándole la razón a La Maga, que una vez más movía los labios soltando esa frase que entraba en mi intelecto como un barco en una botella. Entonces él se levantó y se dirigió hacia ella, alto y pausado en sus movimientos fue hacia La Maga, la tomó de la mano, susurró algo a su oído, besó su cuello. Me miraron una vez más, sonrientes.
Descendieron en la estación Montparnasse, tal vez finalmente dispuestos a regresar a su morada de mármol, siquiera dispuestos a atravesar los límites de este mundo, dispuestos a alcanzar esa zona donde el amor no necesita de las formas, sino de presencias eternas y rayuelas infinitas.
El día había pasado sin sobresaltos. Ya era de noche y yo viajaba en una de las líneas del Metro de París. Acomodado en uno de los asientos, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, imaginaba que viajaba en un coche atravesando hileras de árboles.
El tren se detuvo en la estación Lamarc-Coulaincourt, una oleada de gente ocupó los asientos. Alguien se sentó a mi lado. Abrí los ojos. No sé qué es lo que sentí al verlo en ese momento, pero supuse que era un espejismo y cerré los ojos. No habían pasado ni cinco segundos cuando la voz de esa presencia que se había sentado a mi lado me susurraba al oído “la vie c’est une marelle, une marelle” y luego se apagaba, dejando lugar al sonido de los vagones del Metro y el murmullo de los pasajeros.
Creí reconocer la voz, que se correspondía con su apariencia, pero las leyes de la física me impedían creerla. Me sentí repentinamente abrumado. Decidí mantener los ojos cerrados. Mi decisión implicaba imaginar todo lo que sentía, imaginarlo al punto de convertirlo en imágenes que alimentasen esas sensaciones que me abrumaban.
Así y todo, la curiosidad ganó terreno. Cuando abrí los ojos y vi nuevamente su rostro, todas esas elucubraciones que mi imaginación había inventado se diluyeron en las formas de esa presencia física sentada a mi lado. Ya no los cerré.
El hecho de haber visto su rostro fue impactante, indescriptible. Fue como si hubiese movido, en un acto de voluntad, los bloques del tiempo, como si —aún más increíblemente— otra dimensión se hubiese acoplado en la realidad, como en un holograma. Estaba envuelto en una lámina de silencio: no escuchaba el sonido de los vagones ni de la gente que entraba y salía de ellos en cada estación.
Él me miraba impasible, con esos dos ojos enormes que pestañeaban infantilmente, y su boca pronunciaba una vez más “la vie c'est une marelle, une marelle” y concluía con un suave “oui, mon ami: une marelle”.
Desorientado, eché una rápida mirada al vagón: la normalidad que encontré me calmó, excepto por la presencia de una mujer. Tendría unos treinta años. El cabello le caía sobre el cuello plegado de un sobretodo negro. De pie, apoyada en un hombro sobre el marco de la puerta y las manos en los bolsillos del sobretodo, la señorita me miraba con una sonrisa perspicaz.
Nos miramos unos instantes. Luego ella hizo algo que no entró en mi campo de razonamiento: sin voz, sólo moviendo los labios, dijo “la vida es una rayuela, una rayuela”. Todavía desconozco cómo hice para entender lo que me estaba diciendo con sólo mover los labios, pero juro que lo entendí. Lo más increíble fue que, mientras me decía eso, con su dedo índice y una sonrisa enorme dibujaba en el aire las líneas de una rayuela. Aparté los ojos, sin control sobre mis pensamientos: una anciana sostenía un paraguas, un hombre leía el periódico, un niño dormía en el regazo de su madre.
Desde los altoparlantes una voz anunció la próxima estación. Volví la mirada a mi acompañante. Asintió, como si estuviese dándole la razón a La Maga, que una vez más movía los labios soltando esa frase que entraba en mi intelecto como un barco en una botella. Entonces él se levantó y se dirigió hacia ella, alto y pausado en sus movimientos fue hacia La Maga, la tomó de la mano, susurró algo a su oído, besó su cuello. Me miraron una vez más, sonrientes.
Descendieron en la estación Montparnasse, tal vez finalmente dispuestos a regresar a su morada de mármol, siquiera dispuestos a atravesar los límites de este mundo, dispuestos a alcanzar esa zona donde el amor no necesita de las formas, sino de presencias eternas y rayuelas infinitas.
¿ Esto lo escribiste vos? Parece el capitulo o un parráfo de una novela hecha y derecha.
ReplyDeleteSí, Santi. Gracias por las palabras.
ReplyDeleteComo me gusta, como me gusta... Debe ser que jugar a ser La Maga, topandome con Horacios en la rayuela de todos los días es algo que practico seguido.
ReplyDeleteUna práctica sensata, a mi parecer.
ReplyDeleteGracias
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