(2010)
(Este desierto en el pecho nadie lo va a llenar, de JCB)
Nacieron del silencio y de la indiferencia hebras de sueños cortados. Nacieron en el desierto, y desde sus fauces una voz vociferó, a más no poder, el desconsuelo de su miseria. Nacieron del gesto de un par de manos negras que recogieron, y aún recogen, las sobras de ilusiones rechazadas por dioses indolentes.
En el fondo, somos un árbol que se erige en la soledad del desierto, ese vasto desierto indescifrable que nos define, zona susceptible a acoger selectivamente la esencia del prójimo, de almas anónimas que nos alcanzan sin darnos cuenta, hasta el momento en que descubrimos, no sin conmovernos, su presencia, en que comprendemos que sus palabras alimentan, con trozos de sueños, el vientre de nuestro árbol desértico.
Y ahí están, almas anónimas bebiendo tranquilamente un refresco a la sombra de nuestra soledad, soñando ya no sabemos qué pero qué importa si ellos están ahí y sueñan y beben su refresco a la sombra de nuestra soledad.
En la esencia de cada mirada existe todavía la esperanza, todavía la creencia de que mañana será mejor (de que mañana seremos mejores), de que, desde una perspectiva axiomática, esperaremos el momento adecuado para alcanzar otra dimensión, repantigados nuestros cuerpos en sillones de mimbre, deleitados nuestros sentidos en la imagen del sol que se oculta, en la lluvia que moja la tierra y golpea los techos, en el ronroneo de un gato en el regazo, en la luna que se afirma pálida en la noche que anida en nuestros ojos.
Desde la intimidad, sin escrúpulos, cuestionaremos nuestra existencia. Con una brújula y un cuchillo, mantendremos los ojos abiertos y nos preguntaremos hasta cuándo. Hasta cuándo tanta jactancia y tanto engaño. Hasta cuándo tanta apariencia y tanta confusión. Hasta cuándo tanta cobardía. Dejaremos los prejuicios de lado y aceptaremos el tabú más funesto que corrompe las entrañas de nuestro tiempo: sí, finalmente aceptaremos que el poder del amor es el poder que mueve los hilos del mundo, que sin él, que sin su fuerza, no somos más que barquitos de papel sin más faro que la boca de una alcantarilla.
No hay alma que no sueñe, ni bien que por mal no venga. Y así como un niño imagina múltiples vidas incontables veces en el teatro de su cabeza, así un hombre, por más miserable que se sienta, también —por inercia humana— las imagina, porque la esperanza muerde pero no envenena, y esa tendencia canalla a cerrar los ojos ante las mafias del miedo y la cobardía —adquirida en etapas de incertidumbre— será sólo el recuerdo borroso de una pesadilla.
El símbolo de nuestra era será de carne y hueso. Humano, será. Llevará tu nombre, el mío: llevará todos nuestros nombres grabados en su cuerpo. Trabajará, respetará y valorará a la tierra —su otra madre. Tendrá memoria. Compartirá. Al ritmo de tambores y de voces, celebrará cada noche la fiesta de la vida. Se entregará: amplio, fino y vigoroso. Aguja y madeja en mano, unirá los trozos de tantos sueños cortados sin razón, bajo la sombra de su árbol desértico uniendo trozos de sueños —que nacieron del silencio y de la indiferencia—, abrazado a la utopía de un mañana mejor.
(Este desierto en el pecho nadie lo va a llenar, de JCB)
Nacieron del silencio y de la indiferencia hebras de sueños cortados. Nacieron en el desierto, y desde sus fauces una voz vociferó, a más no poder, el desconsuelo de su miseria. Nacieron del gesto de un par de manos negras que recogieron, y aún recogen, las sobras de ilusiones rechazadas por dioses indolentes.
En el fondo, somos un árbol que se erige en la soledad del desierto, ese vasto desierto indescifrable que nos define, zona susceptible a acoger selectivamente la esencia del prójimo, de almas anónimas que nos alcanzan sin darnos cuenta, hasta el momento en que descubrimos, no sin conmovernos, su presencia, en que comprendemos que sus palabras alimentan, con trozos de sueños, el vientre de nuestro árbol desértico.
Y ahí están, almas anónimas bebiendo tranquilamente un refresco a la sombra de nuestra soledad, soñando ya no sabemos qué pero qué importa si ellos están ahí y sueñan y beben su refresco a la sombra de nuestra soledad.
En la esencia de cada mirada existe todavía la esperanza, todavía la creencia de que mañana será mejor (de que mañana seremos mejores), de que, desde una perspectiva axiomática, esperaremos el momento adecuado para alcanzar otra dimensión, repantigados nuestros cuerpos en sillones de mimbre, deleitados nuestros sentidos en la imagen del sol que se oculta, en la lluvia que moja la tierra y golpea los techos, en el ronroneo de un gato en el regazo, en la luna que se afirma pálida en la noche que anida en nuestros ojos.
Desde la intimidad, sin escrúpulos, cuestionaremos nuestra existencia. Con una brújula y un cuchillo, mantendremos los ojos abiertos y nos preguntaremos hasta cuándo. Hasta cuándo tanta jactancia y tanto engaño. Hasta cuándo tanta apariencia y tanta confusión. Hasta cuándo tanta cobardía. Dejaremos los prejuicios de lado y aceptaremos el tabú más funesto que corrompe las entrañas de nuestro tiempo: sí, finalmente aceptaremos que el poder del amor es el poder que mueve los hilos del mundo, que sin él, que sin su fuerza, no somos más que barquitos de papel sin más faro que la boca de una alcantarilla.
No hay alma que no sueñe, ni bien que por mal no venga. Y así como un niño imagina múltiples vidas incontables veces en el teatro de su cabeza, así un hombre, por más miserable que se sienta, también —por inercia humana— las imagina, porque la esperanza muerde pero no envenena, y esa tendencia canalla a cerrar los ojos ante las mafias del miedo y la cobardía —adquirida en etapas de incertidumbre— será sólo el recuerdo borroso de una pesadilla.
El símbolo de nuestra era será de carne y hueso. Humano, será. Llevará tu nombre, el mío: llevará todos nuestros nombres grabados en su cuerpo. Trabajará, respetará y valorará a la tierra —su otra madre. Tendrá memoria. Compartirá. Al ritmo de tambores y de voces, celebrará cada noche la fiesta de la vida. Se entregará: amplio, fino y vigoroso. Aguja y madeja en mano, unirá los trozos de tantos sueños cortados sin razón, bajo la sombra de su árbol desértico uniendo trozos de sueños —que nacieron del silencio y de la indiferencia—, abrazado a la utopía de un mañana mejor.
Comments
Post a Comment