(2014)
Todavía dudo si el hombre que vi hoy en la calle era él.
Lo había visto por última vez en el verano, el día después en el que Messi la había clavado en el ángulo contra Irán.
Vestía, con orgullo, la camiseta de Argentina. Sonreía. Caminaba junto a una chica. No llegué a verla, pero mi intuición la juzgó argentina: nunca se me ocurrió pensar que ese tipo andaría con una mujer que no fuese argentina.
Bajaban por la calle Huertas, a pocos pasos de la Plaza del Ángel. Él caminaba con ese andar típico argentino, como si tuviera resortes en las zapatillas. Me sacaba varios centímetros de altura.
-Nos salvó Messi -recuerdo haberle dicho. Él respondió algo y sonrió.
Hoy, tres o cuatro meses después, lo volví a ver. Yo regresaba a casa desde los Cines Ideal. Pasé la Churrería que hace esquina en Atocha con Benavente. Luego, la tienda de café y la heladería. Siempre que paso por la librería religiosa de la esquina de Plaza del Ángel, miro las novedades de pasada (nunca me detengo a mirar nada en esa librería). Al doblar la esquina, me encontré con sus ojos.
Nos habíamos conocido en algún bar de la zona de Las Cortes, en los alrededores de Plaza Santa Ana, durante algún partido de fútbol. Nos habíamos cruzado varias veces por la calle, pero nunca nos detuvimos a charlar.
Hoy no nos dirigimos la palabra. Nuestras miradas se reconocieron; nuestras realidades enmudecieron. Los centímetros que me sacaba, desparecieron. Parecía incluso más bajito. Tenía la cara poblada por una barba crecida de forma dispareja y una mirada acaso desesperada. Gris de presencia, parecía encorvado, escurridizo. Tenía aspecto de no ducharse hacía semanas.
Nunca recordé su nombre. Tenía un nombre que no pegaba con su cara, algo así como Jonathan o Marcelo. No reaccioné al verlo. Mejor dicho, reaccioné asombrado, desconcertado ante su presencia. Todavía dudo si era él.
No sé cuánto tiempo llevará en la calle. Un mes. Dos, quizás. En tres meses su vida dio un giro impredecible.
Ahora que recuerdo el momento en el que nos cruzamos, avergonzado de mi reacción muda, observo que él no se detuvo a a decirme nada. No atizó a decir palabra. Sentí que me había reconocido, pero creo haber visto un destello de vergüenza en su apariencia al pasar a mi lado, un halo de tristeza. Un golpe duro de la vida. Entonces comprendo por qué no se detuvo.
Desconozco las razones de su situación. Incluso me pregunto cómo reaccionaré cuando lo vea. Si lo veo, si lo vuelvo a ver.
Todavía dudo si ese hombre era él.
Todavía dudo si el hombre que vi hoy en la calle era él.
Lo había visto por última vez en el verano, el día después en el que Messi la había clavado en el ángulo contra Irán.
Vestía, con orgullo, la camiseta de Argentina. Sonreía. Caminaba junto a una chica. No llegué a verla, pero mi intuición la juzgó argentina: nunca se me ocurrió pensar que ese tipo andaría con una mujer que no fuese argentina.
Bajaban por la calle Huertas, a pocos pasos de la Plaza del Ángel. Él caminaba con ese andar típico argentino, como si tuviera resortes en las zapatillas. Me sacaba varios centímetros de altura.
-Nos salvó Messi -recuerdo haberle dicho. Él respondió algo y sonrió.
Hoy, tres o cuatro meses después, lo volví a ver. Yo regresaba a casa desde los Cines Ideal. Pasé la Churrería que hace esquina en Atocha con Benavente. Luego, la tienda de café y la heladería. Siempre que paso por la librería religiosa de la esquina de Plaza del Ángel, miro las novedades de pasada (nunca me detengo a mirar nada en esa librería). Al doblar la esquina, me encontré con sus ojos.
Nos habíamos conocido en algún bar de la zona de Las Cortes, en los alrededores de Plaza Santa Ana, durante algún partido de fútbol. Nos habíamos cruzado varias veces por la calle, pero nunca nos detuvimos a charlar.
Hoy no nos dirigimos la palabra. Nuestras miradas se reconocieron; nuestras realidades enmudecieron. Los centímetros que me sacaba, desparecieron. Parecía incluso más bajito. Tenía la cara poblada por una barba crecida de forma dispareja y una mirada acaso desesperada. Gris de presencia, parecía encorvado, escurridizo. Tenía aspecto de no ducharse hacía semanas.
Nunca recordé su nombre. Tenía un nombre que no pegaba con su cara, algo así como Jonathan o Marcelo. No reaccioné al verlo. Mejor dicho, reaccioné asombrado, desconcertado ante su presencia. Todavía dudo si era él.
No sé cuánto tiempo llevará en la calle. Un mes. Dos, quizás. En tres meses su vida dio un giro impredecible.
Ahora que recuerdo el momento en el que nos cruzamos, avergonzado de mi reacción muda, observo que él no se detuvo a a decirme nada. No atizó a decir palabra. Sentí que me había reconocido, pero creo haber visto un destello de vergüenza en su apariencia al pasar a mi lado, un halo de tristeza. Un golpe duro de la vida. Entonces comprendo por qué no se detuvo.
Desconozco las razones de su situación. Incluso me pregunto cómo reaccionaré cuando lo vea. Si lo veo, si lo vuelvo a ver.
Todavía dudo si ese hombre era él.
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