(2014)
Hace frío. El campo de rugby es una mezcla de césped y
barro mojados en el que las pisadas se hunden. El gordo corre hacia mí. Aunque,
desde mi punto de vista, camina, con la pelota de rubgy bajo el brazo, como si
supiera que nadie lo detendrá. Mis compañeros de equipo vienen corriendo detrás
de él, con caras de terror que hacen que el miedo me paralice y no me deje
mover. Transpiro. No pienso. Estoy preparado para cualquier cosa. El gordo,
cada vez más cerca, sonríe con la lengua fuera. Alguien grita ‘¡bajalo!’
No sé cómo ni por qué me encuentro en el barro, agarrado a
las piernas del gordo, que yace embarrado en el césped junto a mí. No siento el
cuerpo. La pelota, un poco más allá, también embarrada. Oigo gritos, pero no sé
si de júbilo o terror. Me levanto.
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