(2012)
Vos sabés qué raro todo esto. Hace un tiempo yo estaba en Madrid, estaba leyendo en una librería y empezó a caer gente, toda de la tercera edad, con excepción de algún jovencito amigo de o pariente de, etcétera, y resulta que empiezan a presentar un libro y yo me quedo un poco para ver qué decían, porque me gusta la literatura aunque me aburra un poco en las presentaciones de libros así porque yo quisiera ver jóvenes, que haya mujeres, claro, imagináte, cualquier reunión social es aburrida si no hay mujeres. La cuestión es que yo me decía, qué bueno que aquí esté Javier Reverte —yo había leía Vagabundo en África, y me imaginaba que me lo encontraba—; entonces salgo de la librería porque me aburre presenciar el momento en que los escritores se adulan mutuamente, me parece una pérdida de tiempo, vos sabés, entonces salgo a caminar y llego después de 20 minutos a otra librería que me gusta mucho que se llamaLa Buena Vida. Cuando estoy por
entrar veo el cartel de novedades que dice que habría una charla con Javier Reverte
incluido, pero me equivoqué en la fecha, ya había sido, miro de nuevo y
descubro que era hoy, que había terminado seguramente poque había empezado
hacía dos horas, pero entré a la librería igual porque por ahí lo encontraba, y
ahí estaba el tipo, un señor de casi 70 años tomando un vino y picando jamón
serrano con sus colegas, cinco o seis como mucho. Entonces me le acerco y, sorprendido
por la coincidencia —porque la providencia me había enviado
a Reverte cuando yo lo imaginaba— entro en un estado de
nerviosismo típico de un pibe de 10 años que ve a Messi y le pide un autógrafo
de la mano del padre. No pude articular bien las palabras, el tipo me quiso
hablar, sacar un pequeña conversación, muy relajado el tipo, pero no hubo caso,
yo estaba nervioso y ahí mejor no entrar.
Recién leía Una luna, de Martín Caparrós.
Éste narraba, en uno de los capítulos del libro —su hiperviaje— un momento en el que estaba en
el metro de París y decía que, en vez de unir, el metro separa, porque todo el
montón está ahí abajo mientras que los demás están ahí arriba.
Entonces me imaginaba una
situación en la que entraba en el metro, en París, en cualquier estación que a
usted se le ocurra, y encontraba a Caparrós hablando con dos personas. Luego
hacían un silencio largo y yo me daba media vuelta (porque estaba de espaldas a
ellos) y me ponía a hablarles, sin dejarles meter bocado empezaba a decirles
cosas, pero más que nada le hablaba a Caparrós. Le decía:
Vos sabés qué raro todo esto. Hace un tiempo yo estaba en Madrid, estaba leyendo en una librería y empezó a caer gente, toda de la tercera edad, con excepción de algún jovencito amigo de o pariente de, etcétera, y resulta que empiezan a presentar un libro y yo me quedo un poco para ver qué decían, porque me gusta la literatura aunque me aburra un poco en las presentaciones de libros así porque yo quisiera ver jóvenes, que haya mujeres, claro, imagináte, cualquier reunión social es aburrida si no hay mujeres. La cuestión es que yo me decía, qué bueno que aquí esté Javier Reverte —yo había leía Vagabundo en África, y me imaginaba que me lo encontraba—; entonces salgo de la librería porque me aburre presenciar el momento en que los escritores se adulan mutuamente, me parece una pérdida de tiempo, vos sabés, entonces salgo a caminar y llego después de 20 minutos a otra librería que me gusta mucho que se llama
Y hoy me pasó lo mismo, salgo, me pongo a leer no se qué y me descubro
recordando el primer y único libro tuyo que leí, Una luna, y recordaba cuando
decías que el metro de París separa en vez de unir, porque los de arriba están
arriba y los de abajo ya sabés, entonces se abre la puerta del vagón y te veo a
vos hablando con ellos dos y digo, no puede ser, y algo en mí salió a la
superficie y empiezo a hablarles, y ahora estoy acá hablándoles, fueron muchas
palabras para llegar desde aquella anécdota de Reverte hasta el ahora que es
donde inicialmente nos encontramos, vos con esa mirada de otro siglo y yo con
estas palabras que fluyen no sé cómo. Y ahora me acuerdo que mientras leía tu
libro pensé que era tan fácil escribir —qué equivocado estaba—, que tu prosa era tan simple que me permitía pensar sin divagar
en sujetos y predicados y el adjetivo de la puta que los re mil parió, y
recuerdo que en un momento me puse a mirar tu fotografía del libro y pensé qué
pasaría si no tuvieras bigotes, qué agregaría a tu carácter, qué quitaría, y si
el carácter estaba realmente metido en la estética, pero quién sabe, yo no paro
de hablar, vos estarás pensando que lo que te digo es largo y aburrido y yo
pensando que vos en realidad venís de otro lado, que es el mismo que el mío,
que vos sos argentino, que plantaste un limonero y que decís la palabra
pelotudo varias veces en tu libro, entonces esa simpleza que no es tan simple
me permite y me permitió en su momento escribir así, sin tapujos, sin pensar en
cómo debía escribir, que sólo debía escribir y listo, es tan fácil, vos pensás
algo o no, pero vas y lo escribís en tu cuaderno o en tu bloc de notas o en tu
ordenador portátil. No hay que pensar que una palabra queda mal porque vos le
das la música del pensamiento a lo que escribís. Paul Auster dice que la
escritura es una forma menor de la danza, y cuánto hay de cierto en eso, o tal
vez no, pero no importa, o sí, porque lo que realmente importa es que vos pensás lo que pensás y escribís lo que
escribís y lo demás se puede caer que a vos te resbala como el agua que resbala
por las hojas hasta hundirse en la tierra, como diría Cortázar. Deberían leer
sus poemas, un gran poeta además de excelente cuentista y novelista y ensayista
y todo, porque Cortázar podrá haber sido muchas cosas en su vida pero sí
aseguro que era un escritor con todas las letras. Y bueno, un gusto, Martín
Caparrós, señor Caparrós, Don Martín, escritor, ídolo, dueño de un bigote para
el recuerdo y una prosa para copiar. Gracias, Martín, por permitirme entender
que la escritura es muchas cosas y que entre ellas ser simple, ser uno mismo,
es mejor que cualquier otra cosa. Y… bon sejour en France!
Le decís a Martín Caparrós cuando
las puertas del vagón se cierran y él da media vuelta, levanta la mano pero no
pronuncia palabra alguna. Un breve adiós de alguien que no dijo nada, sumido en
el silencio, tal vez impedido de hablar debido a mi largo recorrido por los
desvanes de la palabra mientras el vagón del metro nos llevaba por el
subterráneo de París, separándonos de los de arriba, claro está.
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