(2011)
Escribir es un arte extraño, misterioso. Uno piensa que escribir es un acto noble del espíritu humano. Que para escribir necesitamos ascender a un nivel más elevado que el de la tierra que pisamos, que las musas son como fantasmas tangibles que merodean en la neblina.
Quizás tengan razón. Por mi parte, cuando escribo lo hago, muchas veces, pensando en alcanzar cierta región, un lugar inhóspito y virgen, un desierto que nadie jamás haya atravesado.
La escritura es también una forma de vanidad. Nadie puede negarlo. Por vanidad me refiero a algunas de las acepciones que define el diccionario. Es decir falto de sustancia, hueco, vacío, inútil. Así es la escritura.
Omito, sin embargo, la cuarta acepción: sin efecto. Aquí disiento. Definitivamente, la escritura causa un efecto. Un efecto por partida doble: tanto el escritor como el receptor de lo escrito experimentan el efecto –sea cual fuere- de lo escrito. La escritura es vanidad y sin embargo cuando escribo lo hago con la intención de no serlo.
Por vanidad también me refiero a la acepción por la cual un ser decae en el área sombría de la presunción. Presunción evidente, por un lado. Y presunción secreta, tal vez. Ésa que se esconde muy dentro y que uno doma de la mejor manera posible.
En todas las épocas, el arte ha sido vanidad de presunción. El artista es un comerciante. El sistema se rige por las leyes del comercio. El comerciante vende su producto al mejor postor. Siempre ha sido así. La diferencia con nuestra época es que lo que verdaderamente cuenta de una obra de arte no es la obra en sí misma sino el artista en cuestión. Nadie niega que en su momento Sheakspeare habrá vendido por su nombre, que Otelo sin Sheakspere no hubiese llenado The Rose, pero las obras deben apoyarse en sí mismas para perdurar. Las obras de Sheakspeare no hubiesen perdurado de no ser por su calidad. Hoy en día, la calidad se ha visto mermada por la cantidad excesiva de productos expuestos en los anaqueles de los comercios. La misma vieja historia de nuestro tiempo: el capitalismo que arrasa generando basura, objetos desechables.
Dentro de todo este circo capitalista, en el que hay que venderse para subsistir, predomina en mí un sentimiento de rebeldía: jamás escribir para vender. Escribir lo que uno quiere escribir, los temas que a uno le enardecen los sentidos, que los subyugan. Y a su vez, por antagonismo, escribir aquellos temas que uno se ve llamado a escribir, el mandato interior que es la señal de nuestro destino.
De alguna forma, creo que por eso me resulta extraña la escritura como arte: la verdadera intención del acto de escribir no radica en la vanidad de presunción, sino que reside en la voluntad impersonal y a su vez violentamente intrínseca de crear algo con la certeza de que lo creado se desprenderá de uno como la hoja que cae de un árbol.
Escribir es un arte extraño, misterioso. Uno piensa que escribir es un acto noble del espíritu humano. Que para escribir necesitamos ascender a un nivel más elevado que el de la tierra que pisamos, que las musas son como fantasmas tangibles que merodean en la neblina.
Quizás tengan razón. Por mi parte, cuando escribo lo hago, muchas veces, pensando en alcanzar cierta región, un lugar inhóspito y virgen, un desierto que nadie jamás haya atravesado.
La escritura es también una forma de vanidad. Nadie puede negarlo. Por vanidad me refiero a algunas de las acepciones que define el diccionario. Es decir falto de sustancia, hueco, vacío, inútil. Así es la escritura.
Omito, sin embargo, la cuarta acepción: sin efecto. Aquí disiento. Definitivamente, la escritura causa un efecto. Un efecto por partida doble: tanto el escritor como el receptor de lo escrito experimentan el efecto –sea cual fuere- de lo escrito. La escritura es vanidad y sin embargo cuando escribo lo hago con la intención de no serlo.
Por vanidad también me refiero a la acepción por la cual un ser decae en el área sombría de la presunción. Presunción evidente, por un lado. Y presunción secreta, tal vez. Ésa que se esconde muy dentro y que uno doma de la mejor manera posible.
En todas las épocas, el arte ha sido vanidad de presunción. El artista es un comerciante. El sistema se rige por las leyes del comercio. El comerciante vende su producto al mejor postor. Siempre ha sido así. La diferencia con nuestra época es que lo que verdaderamente cuenta de una obra de arte no es la obra en sí misma sino el artista en cuestión. Nadie niega que en su momento Sheakspeare habrá vendido por su nombre, que Otelo sin Sheakspere no hubiese llenado The Rose, pero las obras deben apoyarse en sí mismas para perdurar. Las obras de Sheakspeare no hubiesen perdurado de no ser por su calidad. Hoy en día, la calidad se ha visto mermada por la cantidad excesiva de productos expuestos en los anaqueles de los comercios. La misma vieja historia de nuestro tiempo: el capitalismo que arrasa generando basura, objetos desechables.
Dentro de todo este circo capitalista, en el que hay que venderse para subsistir, predomina en mí un sentimiento de rebeldía: jamás escribir para vender. Escribir lo que uno quiere escribir, los temas que a uno le enardecen los sentidos, que los subyugan. Y a su vez, por antagonismo, escribir aquellos temas que uno se ve llamado a escribir, el mandato interior que es la señal de nuestro destino.
De alguna forma, creo que por eso me resulta extraña la escritura como arte: la verdadera intención del acto de escribir no radica en la vanidad de presunción, sino que reside en la voluntad impersonal y a su vez violentamente intrínseca de crear algo con la certeza de que lo creado se desprenderá de uno como la hoja que cae de un árbol.
Escribir aquellos temas que uno se ve llamado a escribir, de eso se trata. De lo contrario es similar a querer ponerse una camisa sin desabrocharla, un pullover por las mangas.
ReplyDeleteMe gusta pensar que aquello creado una vez finalizado se desprende de uno como la hoja que cae de un árbol. Todavía me cuesta, pero voy a recurrir a esta imagen.
Besos grandes! Desde la humedad, la lluvia y el calor.