(2015)
La memoria es una señora muy
viejita. Tiene el pelo blanco de las gaviotas y los ojos hundidos como barcos
en alta mar. Los pliegues de sus arrugas son médanos helados. El viento los heló.
Lo más bello es muchas veces aquello
que más temor nos provoca. Cada mañana, la viejita prepara su taza de té y abre
el periódico del día. Lo disfruta porque sabe que será el momento más bello de
la jornada. Pan tostado con manteca y mermelada de frambuesas. Una manzana
verde, algunas almendras. La luz entrando por la ventana, y el temor.
A la viejita nunca le gustó
hojear las cosas que pasaron en el tiempo. ¿Quién quiere trabajar en algo que
no le gusta? Nunca hay respuesta. Ella, la viejita, tiene que leer, cada día,
después del desayuno hasta entrada la madrugada, sin tiempo más que para una
ensalada y un vaso de vino, todos los acontecimientos sucedidos hasta la
fecha. Revisarlos, repasarlos, ojearlos, repasarlos, revisarlos.
La viejita es sabia: sabe que
mucho papel genera polvo que luego genera estornudos que luego generan alergias
que luego. Pero es higiénica, la viejita: a veces se la ha visto, con lejía y
detergente en mano, limpiando la casa de arriba abajo.
Su trabajo es arduo. No cobra
nada. No tiene seguridad social. Su salud es un misterio: los médicos dicen que
es imposible tratarla. Trabaja mucho. Duerme poco y poco come. Con condiciones así, ¿quién
puede reprocharle algo a la viejita?
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