Fumé mi primer cigarrillo a los 11 años en la casa de mi mejor amigo de la escuela. Además de él y yo, los verdaderos impulsores de aquella aventura tabacalera, había tres o cuatro chicos más que habían venido con el mismo objetivo: fumar un cigarrillo que mi amigo había conseguido y que guardaba sobre el armario de su pieza, al que sólo se podía llegar subiéndose al escritorio.
Bajó el paquete de Le Mans medio arrugado y sacó el primer cigarrillo que todos miramos y olimos con ansias de probar el sabor humeante de lo desconocido.
No sé quién fue el primero en encenderlo. Al probarlo, recuerdo haber sentido el gusto pastoso característico de esos cigarrillos horribles que fumé durante algunos años más sólo porque a mi madre no se le había ocurrido mejor idea que encariñarse con esos cigarrillos de segunda categoría pero cuyas publicidades lo hacían parecer como los cigarrillos más deseables. Recuerdo todavía el lema de sus publicidades: “Le Mans, compañero de emociones”. Luego, agradecería a mi madre haber cambiado los Le Mans por los Marlboro Light. La diferencia era abrumadora. Esa primera tarde, fumamos varios cigarrillos, naturalmente sin tragar el humo, degustando más el sabor al descubrimiento de lo desconocido que a los cigarrillos mismos.
Con el tiempo, me atreví a más. Una tarde, unos dos años después, nos escondimos, con otro amigo, en el sitio donde se guardaba el polvo de ladrillo de las canchas de tenis del club al que acudíamos. Era verano. Allí, abrimos una caja de Marlboro etiqueta roja y, uno a uno, empezamos a fumarlos tragando el humo inocentemente. Al quinto o sexto cigarrillo, ya estaba tan mareado que tuve que salir del escondrijo y tirarme al pasto bajo los árboles para poder respirar. Me daba vueltas la cabeza de tal manera que estuve así un buen rato. Al recuperarme, prometí no fumar más. En ese entonces, no sabía yo, todavía, que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra: a la semana estaba fumando en ese mismo sitio los Marlboro que había robado a mi madre a lo largo de la semana.
Hoy en día, lo tengo tan claro que antes de hacer algo me lo pienso dos veces, recordando esas tardes de cigarrillos y mareos bajo el sol.
http://www.dailymotion.com/video/xmcriz_publicidad-cigarrillos-le-mans-1989_shortfilms
No sé quién fue el primero en encenderlo. Al probarlo, recuerdo haber sentido el gusto pastoso característico de esos cigarrillos horribles que fumé durante algunos años más sólo porque a mi madre no se le había ocurrido mejor idea que encariñarse con esos cigarrillos de segunda categoría pero cuyas publicidades lo hacían parecer como los cigarrillos más deseables. Recuerdo todavía el lema de sus publicidades: “Le Mans, compañero de emociones”. Luego, agradecería a mi madre haber cambiado los Le Mans por los Marlboro Light. La diferencia era abrumadora. Esa primera tarde, fumamos varios cigarrillos, naturalmente sin tragar el humo, degustando más el sabor al descubrimiento de lo desconocido que a los cigarrillos mismos.
Con el tiempo, me atreví a más. Una tarde, unos dos años después, nos escondimos, con otro amigo, en el sitio donde se guardaba el polvo de ladrillo de las canchas de tenis del club al que acudíamos. Era verano. Allí, abrimos una caja de Marlboro etiqueta roja y, uno a uno, empezamos a fumarlos tragando el humo inocentemente. Al quinto o sexto cigarrillo, ya estaba tan mareado que tuve que salir del escondrijo y tirarme al pasto bajo los árboles para poder respirar. Me daba vueltas la cabeza de tal manera que estuve así un buen rato. Al recuperarme, prometí no fumar más. En ese entonces, no sabía yo, todavía, que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra: a la semana estaba fumando en ese mismo sitio los Marlboro que había robado a mi madre a lo largo de la semana.
Hoy en día, lo tengo tan claro que antes de hacer algo me lo pienso dos veces, recordando esas tardes de cigarrillos y mareos bajo el sol.
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