(2010)
Para ser honesto, fue un descubrimiento amargo, pero a pesar de su amargura, no dejó de asombrarme, casi de alegrarme, como cuando un niño descubre su primer bigote y tiene la certeza absoluta de que tiene que afeitárselo, aunque lo que él llama bigote no sea más que una pelusita indiscernible.
Había terminado de ducharme, una de esas duchas que reconfortan al cuerpo. Me miraba en el espejo mientras me secaba. Al principio no la reconocí, casi la negué, creyendo que sería algún reflejo de las luces del baño. Me acerqué con recelo un poco más y ahí mismo descubrí su existencia.
Su descubrimiento fue el punto de partida para pensar muchas cosas que de otra manera no me hubiese detenido a contemplar, tal vez a razón de llevar una vida en la cual los pensamientos que verdaderamente valen la pena son los que menos pensamos.
En principio, y aunque me parezca extraño, pensé en el significado de los símbolos. El símbolo, por definición, es la representación sensorialmente perceptible de la realidad. Una cana, pensé, sería entonces el símbolo de la vejez, de que el tiempo pasa y de que, muy a nuestro pesar, envejecemos.
Entonces me detuve un rato a pensar en la vejez. Fui hasta el sillón, cerré los ojos y empecé a imaginar un dulce porvenir. Tuve una visión clara de mí mismo ya anciano. Es fácil hacerlo, la verdad. En esa vejez imaginaria, imaginé los ojos profundos arrastrando la dicha considerada que confieren los años, las manos temblorosas y un aire de añoranza en el semblante.
Por oposición, pensé también en la juventud, en los años en los que la vida se despliega ante nosotros como un remolino de sensaciones irrepetibles, en que se nos ofrecen oportunidades sin que nosotros tengamos real consciencia de ello. Los años en los que el cuerpo nos responde casi sin chistar, en que nuestra mente, a pesar de la rutina y de las obligaciones, conserva la fuerza necesaria que nos permite organizar el mundo personal a nuestro antojo. Me deja un sabor amargo en la boca saber que la juventud no es eterna y que todo lo que nace, muere.
Por eso mismo, cuando me acerqué nuevamente al espejo y observé su existencia blanca y solitaria en la maraña de cabellos lacios, no pude más que saborear el gusto agridulce de su existencia.
Para ser honesto, fue un descubrimiento amargo, pero a pesar de su amargura, no dejó de asombrarme, casi de alegrarme, como cuando un niño descubre su primer bigote y tiene la certeza absoluta de que tiene que afeitárselo, aunque lo que él llama bigote no sea más que una pelusita indiscernible.
Había terminado de ducharme, una de esas duchas que reconfortan al cuerpo. Me miraba en el espejo mientras me secaba. Al principio no la reconocí, casi la negué, creyendo que sería algún reflejo de las luces del baño. Me acerqué con recelo un poco más y ahí mismo descubrí su existencia.
Su descubrimiento fue el punto de partida para pensar muchas cosas que de otra manera no me hubiese detenido a contemplar, tal vez a razón de llevar una vida en la cual los pensamientos que verdaderamente valen la pena son los que menos pensamos.
En principio, y aunque me parezca extraño, pensé en el significado de los símbolos. El símbolo, por definición, es la representación sensorialmente perceptible de la realidad. Una cana, pensé, sería entonces el símbolo de la vejez, de que el tiempo pasa y de que, muy a nuestro pesar, envejecemos.
Entonces me detuve un rato a pensar en la vejez. Fui hasta el sillón, cerré los ojos y empecé a imaginar un dulce porvenir. Tuve una visión clara de mí mismo ya anciano. Es fácil hacerlo, la verdad. En esa vejez imaginaria, imaginé los ojos profundos arrastrando la dicha considerada que confieren los años, las manos temblorosas y un aire de añoranza en el semblante.
Por oposición, pensé también en la juventud, en los años en los que la vida se despliega ante nosotros como un remolino de sensaciones irrepetibles, en que se nos ofrecen oportunidades sin que nosotros tengamos real consciencia de ello. Los años en los que el cuerpo nos responde casi sin chistar, en que nuestra mente, a pesar de la rutina y de las obligaciones, conserva la fuerza necesaria que nos permite organizar el mundo personal a nuestro antojo. Me deja un sabor amargo en la boca saber que la juventud no es eterna y que todo lo que nace, muere.
Por eso mismo, cuando me acerqué nuevamente al espejo y observé su existencia blanca y solitaria en la maraña de cabellos lacios, no pude más que saborear el gusto agridulce de su existencia.
Tengo muchas de esas, desde hace varios años. Cuando descubrí la primera tuve la necesidad de arrancarla, de borrar esa línea blanca. Claro que nunca me importó eso de que si te sacás una después te salen siete (o algo asi). Después opté por teñirlas. Y ahora aprendí a quererlas, a mirarlas y entender lo que me quieren decir. A ver el reflejo de ellas en el espejo que es mi abuela, y sentir ese sabor agridulce del tiempo que pasa y se marca en uno.
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