(2010)
Nadie te dice que vas a tener que enterrarlos. Lo intuyes a medida que vas creciendo, pero cuando realmente comienzas a vislumbrarlo como una verdadera posibilidad, el corazón se detiene en seco y arranca nuevamente, golpeando con más fuerza.
Es trágico darse cuenta de que pasas más tiempo pensando y haciendo cosas que no tienen sentido que aquellas que llenan realmente tu vida. Darse cuenta de que el tiempo es mucho más severo de lo que los relojes nos hacen creer. Porque el tiempo pasa y un día te das cuenta de que su caminar es más pausado, de que sus manos —viejos barcos de madera— son más frágiles, de que su piel se degenera en transparencias y arrugas evidentes y de que lo poco de cabello que les queda es blanco y fino como un racimo de nubes.
No tienes claro cuándo comienzas a advertir estas cosas. Tan solo observarlos envejecer, descubrir el lento cambio de sus hábitos diarios cuando notas que se quedan más tiempo en casa, que se ríen con más soltura, que se cuidan en todas las comidas.
Por eso comienzas a vivir más momentos con ellos. Les haces más preguntas acerca de su pasado, quieres conocer el fondo de su historia personal y terminas por entender que ellos no son solamente tus padres sino dos personas de carne y hueso que buscan, como tú, eso que nunca sabemos si habremos de encontrar.
Pero no hay nada más cruel en esta vida que el momento en el que imaginas la escena de su muerte. Muchas veces logras esquivarlo, pero otras veces parece imposible pensar en otra cosa. No lo entiendes y, sin embargo, te sucede.
Una mañana de noviembre amanece temprano y un sol huraño se eleva detrás de los edificios de la ciudad ruidosa, ocultándose detrás de algunas nubes esparcidas que lo esconden esporádicamente. Bebes tu café humeante mientras ojeas a grandes rasgos las noticias del periódico, cuando suena el teléfono.
—Es mamá —dice tu hermano.
Sólo dice eso. Con un hilito de voz, temblando. Tú sabes a qué se refiere porque está implícito en el tono de su voz. Pero no sabes qué decir. Bebes maquinalmente otro sorbo de café, cierras el periódico y, con el oído pegado al tubo, dices:
—No.
No puedes decir otra cosa, porque no has practicado para un momento como éste. Bien que podrías haber insultado al Ave María Purísima, pero sólo dices “No”. Y tú también, como tu hermano, lo dices con un hilito de voz, temblando y sintiendo, además, cómo el corazón se derrumba en tu estómago y te produce un mareo momentáneo que te impide respirar.
—Papá nos está esperando —dice tu hermano.
—Voy —dices, y cuelgas el teléfono.
Estás inmerso en una laguna de recuerdos y de ilusiones pasajeras hasta que, de pronto, como un descubrimiento atroz, tomas conciencia de tu propia condición: de que tú también has envejecido, de que en tu vejez has perdido la fuerza de tus manos de madera vieja, de que tu piel se ha arrugado en pliegues ordinarios y de que tu cabello es tan blanco como las nubes; de que tú también terminarás en un hueco en la tierra, de que tus propios hijos —al igual que tú— tal vez sólo podrán decir “No” cuando les llega la hora y de que el día en que te entierren será una mañana de noviembre en el que el sol se elevará hacia un cielo en el que habrá nubes o no las habrá.
Nadie te dice que vas a tener que enterrarlos. Lo intuyes a medida que vas creciendo, pero cuando realmente comienzas a vislumbrarlo como una verdadera posibilidad, el corazón se detiene en seco y arranca nuevamente, golpeando con más fuerza.
Es trágico darse cuenta de que pasas más tiempo pensando y haciendo cosas que no tienen sentido que aquellas que llenan realmente tu vida. Darse cuenta de que el tiempo es mucho más severo de lo que los relojes nos hacen creer. Porque el tiempo pasa y un día te das cuenta de que su caminar es más pausado, de que sus manos —viejos barcos de madera— son más frágiles, de que su piel se degenera en transparencias y arrugas evidentes y de que lo poco de cabello que les queda es blanco y fino como un racimo de nubes.
No tienes claro cuándo comienzas a advertir estas cosas. Tan solo observarlos envejecer, descubrir el lento cambio de sus hábitos diarios cuando notas que se quedan más tiempo en casa, que se ríen con más soltura, que se cuidan en todas las comidas.
Por eso comienzas a vivir más momentos con ellos. Les haces más preguntas acerca de su pasado, quieres conocer el fondo de su historia personal y terminas por entender que ellos no son solamente tus padres sino dos personas de carne y hueso que buscan, como tú, eso que nunca sabemos si habremos de encontrar.
Pero no hay nada más cruel en esta vida que el momento en el que imaginas la escena de su muerte. Muchas veces logras esquivarlo, pero otras veces parece imposible pensar en otra cosa. No lo entiendes y, sin embargo, te sucede.
Una mañana de noviembre amanece temprano y un sol huraño se eleva detrás de los edificios de la ciudad ruidosa, ocultándose detrás de algunas nubes esparcidas que lo esconden esporádicamente. Bebes tu café humeante mientras ojeas a grandes rasgos las noticias del periódico, cuando suena el teléfono.
—Es mamá —dice tu hermano.
Sólo dice eso. Con un hilito de voz, temblando. Tú sabes a qué se refiere porque está implícito en el tono de su voz. Pero no sabes qué decir. Bebes maquinalmente otro sorbo de café, cierras el periódico y, con el oído pegado al tubo, dices:
—No.
No puedes decir otra cosa, porque no has practicado para un momento como éste. Bien que podrías haber insultado al Ave María Purísima, pero sólo dices “No”. Y tú también, como tu hermano, lo dices con un hilito de voz, temblando y sintiendo, además, cómo el corazón se derrumba en tu estómago y te produce un mareo momentáneo que te impide respirar.
—Papá nos está esperando —dice tu hermano.
—Voy —dices, y cuelgas el teléfono.
Estás inmerso en una laguna de recuerdos y de ilusiones pasajeras hasta que, de pronto, como un descubrimiento atroz, tomas conciencia de tu propia condición: de que tú también has envejecido, de que en tu vejez has perdido la fuerza de tus manos de madera vieja, de que tu piel se ha arrugado en pliegues ordinarios y de que tu cabello es tan blanco como las nubes; de que tú también terminarás en un hueco en la tierra, de que tus propios hijos —al igual que tú— tal vez sólo podrán decir “No” cuando les llega la hora y de que el día en que te entierren será una mañana de noviembre en el que el sol se elevará hacia un cielo en el que habrá nubes o no las habrá.
A lo largo de la vida uno se tiene que ir amigando con la idea de la muerte. Es parte del ciclo de la vida, tienen que morir unos para que vengan otros. La muerte es parte de la vida.
ReplyDeleteUno suele pensar que la muertes de sus padres es lo peor que le puede pasar. Es lógico que exageremos, somos humanos. Al final nos terminamos de dar cuenta que no nos afecta tanto y seguimos adelante. Hay que aprender de las culturas que toman a la muerte como algo bueno, no como algo malo. Es el fin de un camino, el momento del descanso a eterno. Nuestro grado de preparación para ese momento depende de la vida que hayamos llevado: Se puede morir uno realizado o arrepentido por no haber sido feliz
“Nuestra mente nos permite asimilar el mundo de manera racional. Nuestras emociones, en cambio, determinan cómo sentimos el mundo, consciente o inconscientemente. Y, aunque nuestra cultura nos diga que la vida es lo que pensamos que somos, en realidad, la vida trata de lo que sentimos que somos. En el fondo instintivo y profundo de nuestro ser no pensamos, sentimos. Estamos hechos de emociones.” Elsa Punset (Brújula para navegantes emocionales).
ReplyDeleteSiento más espontánea tu postura, Ignacio, que la de Santiago Javier.
Tú, tratando de caber en tu propio sentimiento; él albergando la esperanza de no sentir, porque hacerlo es exageración humana.
Tú, reconociendo el dolor que inmoviliza, traga y continúa; él, pateando la pelota lejos del campo de juego, refugiándose en todo lo que ignoramos, o, por inexperiencia, quizás, en un cinismo prescindente que sienta cátedra conceptual, cáscara de lo que fue fruto.
Tú, queriendo creer que existe la hondura y mucha más explicación al duelo; él, invocando religiones y costumbres que quizás oyó mencionar por ahí, al pasar, pero pregonándolas como verdaderas tal como si las hubiera inventado.
Tú, te lavas por necesidad y convicción; él, ¿para qué, si mañana me ensuciaré otra vez?
¡Claro que hay que enseñar a morir, aceptar y asimilar la muerte como parte de la vida, pero, antes, hay que aceptar y asimilar la vida que camina, amando a otros, hacia la muerte!
Pero, tal como lo plantea Santiago Javier -a la ligera, corto de tiempo, palmeándole el hombro a Ignacio como si el tema de la muerte de un amor, su madre, no fuese más que una borrachera leve y pasajera, un ¡no pasa nada!, que se acaba con un café con sal y una pastilla de Resacol-, no sirve ni para empezar a calmar el primer dolor.
Diría yo, si no fuese que digo yo, que mientras la verdad convivió con Ignacio, la indiferencia pervivió en Santiago Javier.
La mayoría de los monos con ordenador -yo, por ejemplo-, aunque la vida siga, sabe que el bosque fue primera cuna, y recuerda -aún tras los barrotes del zoo al que le destinaron luego-, la vida de ese bosque.
Y, allí, el primer cuidado –en mi caso, al menos, y creo que en el de Ignacio-, cariño y protección fueron de mamá mona y papá mono.
Son pocos los que han nacido huérfanos, o de la nada; o que sean los guardianes de este zoo, en cuyo caso, sí, optarán por olvidar que nacieron libres de sentir y recordar la primera teta, el primer vuelo por los aires en manos seguras que alivian el susto, y la palabra hijo, repetida hasta el convencimiento o el hartazgo. Muy pocos.
El tiempo de la psique es el tiempo del aceptar, el del darse tiempo para madurar y encajar las situaciones que el todo yo vive; no el de borrar con goma lo escrito en lápiz de calidad menor.
El asombro cuenta. La memoria cuenta. La piel cuenta. Y aquello que no cuenta por decisión unilateral igual cuenta en el asombro, en la memoria y en la piel.
Quizás en Santiago Javier no sea la capacidad de sentir la que esté mermada, sino el ámbito de comprensión y expresión de las emociones. Y la generodidad.
La emoción, ante la pérdida, no es debilidad. Sin emoción no hay vida plena.
En cambio, Ignacio, genera el vínculo que es la base del amor: transmitir el sentimiento y compartirlo.
Pienso además, que, aunque seamos avaros emocionalmente, la expresión de nuestro afecto y apoyo a quien lo precisa cuesta poco menos que la voluntad y puede aportarle un algo de reposo a su dolor, hasta que el tiempo haga cicatriz.
Nada personal, pero me quedo con los que sienten y tratan de saber por qué sienten aquello que sienten.
Tiempo habrá de estudiar religiones y costumbres de culuras que no fueron las nuestras, por el solo hecho de estudiar o por abrazarse decididamente a ellas, como supongo que tú, Santiago Javier, estarás haciendo.
Un abrazo, Ignacio.
Y gracias por tu manera de sentir y contar Por el placer de volver a verla. Es tan tuya como nuestra.
Miguel Ángel Solá
Solá es mucho Solá. Por alguna razón es de los pocos argentinos queridos y creíbles. Es como habla, piensa y siente. No deja huellas equívocas. ¿Que no le va tan bien siendo como es? Lleva sesenta años eligiendo, eso ya es irle inmejorablemente bien. Además es lúcido y sencillo en su lucidez, coincido con él, Ignacio tiene el valor que Santiago, de tenerlo, esconde como puede. Un cariño a Ignacio. Mi admiración a Solá. y feliz año nuevo a los tres. Jorge Moya Arévalo.
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