(2005)
Es una noche sin luna. En un estadio colmado de almas enardecidas se juega un partido de fútbol: el equipo negro versus el equipo blanco. Llueve. Las hinchadas se reparten cánticos que despiertan las pasiones más ocultas. Laten.
El equipo negro gana uno a cero. Ultima jugada. El jugador número cinco del equipo blanco inmoviliza la pelota en el medio de la cancha, estudiando los espacios, proyectándolos, y abriendo la cancha hacia la derecha, al jugador número cuatro quien, al recibirla, avanza unos pasos y se la pasa en diagonal al jugador número ocho. Combinando un exquisito triángulo imperfecto, el jugador número ocho se la devuelve al jugador número cinco que se aproxima, decidido, por el medio de la cancha. Como toros, dos jugadores del equipo negro salen a marcarlo, barriendo, uno de ellos, el césped que brilla por la lluvia.
Desde todos los rincones del estadio, el aliento de las hinchadas baja al campo de juego como un ejército de fantasmas. El jugador número cinco del equipo blanco proporciona un pase frío, profesional al jugador número diez por entre las piernas de uno de los toros del equipo negro, chocándose contra el otro defensor. El jugador número diez recibe la pelota, enfila hacia el arco (el arquero preparándose para lo que venga, empezando a sentir que forma parte de la jugada), amaga pegarle al arco cuando un defensor se arroja a sus pies al borde del área grande —el hondo silencio del estadio suspendido en el tiempo— lo elude con un salto y, enganchando hacia afuera, le da de lleno a la pelota.
Desde el otro arco, en cuclillas, el arquero del equipo blanco ve la pelota —su ilusión— atravesar la lluvia hasta perderse entre la hinchada.
Con un brazo extendido hacia el centro de la cancha, el árbitro pita el final del partido. Contemplando la escena final de las dos caras del juego —los rostros mudos y los abrazos alegres— la hinchada perdedora arde tristemente, uno al lado del otro, como fotografías que se prenden fuego.
En pocos segundos, el estadio se traga a la muchedumbre; todos marchan solitarios, empapándose, apesadumbrados llorando la derrota. Todos, menos ese hombrecito que, sonriendo secretamente, se está yendo del estadio con la pelota bajo el brazo.
Es una noche sin luna. En un estadio colmado de almas enardecidas se juega un partido de fútbol: el equipo negro versus el equipo blanco. Llueve. Las hinchadas se reparten cánticos que despiertan las pasiones más ocultas. Laten.
El equipo negro gana uno a cero. Ultima jugada. El jugador número cinco del equipo blanco inmoviliza la pelota en el medio de la cancha, estudiando los espacios, proyectándolos, y abriendo la cancha hacia la derecha, al jugador número cuatro quien, al recibirla, avanza unos pasos y se la pasa en diagonal al jugador número ocho. Combinando un exquisito triángulo imperfecto, el jugador número ocho se la devuelve al jugador número cinco que se aproxima, decidido, por el medio de la cancha. Como toros, dos jugadores del equipo negro salen a marcarlo, barriendo, uno de ellos, el césped que brilla por la lluvia.
Desde todos los rincones del estadio, el aliento de las hinchadas baja al campo de juego como un ejército de fantasmas. El jugador número cinco del equipo blanco proporciona un pase frío, profesional al jugador número diez por entre las piernas de uno de los toros del equipo negro, chocándose contra el otro defensor. El jugador número diez recibe la pelota, enfila hacia el arco (el arquero preparándose para lo que venga, empezando a sentir que forma parte de la jugada), amaga pegarle al arco cuando un defensor se arroja a sus pies al borde del área grande —el hondo silencio del estadio suspendido en el tiempo— lo elude con un salto y, enganchando hacia afuera, le da de lleno a la pelota.
Desde el otro arco, en cuclillas, el arquero del equipo blanco ve la pelota —su ilusión— atravesar la lluvia hasta perderse entre la hinchada.
Con un brazo extendido hacia el centro de la cancha, el árbitro pita el final del partido. Contemplando la escena final de las dos caras del juego —los rostros mudos y los abrazos alegres— la hinchada perdedora arde tristemente, uno al lado del otro, como fotografías que se prenden fuego.
En pocos segundos, el estadio se traga a la muchedumbre; todos marchan solitarios, empapándose, apesadumbrados llorando la derrota. Todos, menos ese hombrecito que, sonriendo secretamente, se está yendo del estadio con la pelota bajo el brazo.
Ignacio: hola! estoy armando una red de amigos escritores o liternautas en mi facebook: soy Ana Callegaris, un saludo muy grande sin el frío q estamos pasando desde Santa Fe, Arg.
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